Por: Salvador Suárez Martín
No es el Ragnarok
No será el fin del
mundo, aunque algunos lo esperen, casi ahogándose en su propia saliva. No será
el apocalipsis, pacte el Partido Socialista con Podemos o haya nuevas
elecciones o se dé cualquier otro pacto. Podrá ser malo, pero no tanto como
algunos quieren transmitir.
Puede ser que
muchos vaticinen el final de la democracia si se cierra un pacto de gobierno Partido
Socialista–Podemos, pero ya existen esos pactos en otras administraciones, y
como cualquier otro pacto, según el caso, algunos funcionan mejor o peor. Hay buenos,
malos, peores y mejores políticos o gestores, pero no se ha rasgado el tejido
del espacio-tiempo. Y si se rompe, se
resolverá tan fácilmente como volviendo a votar.
Es muy frecuente
oír quejas sobre lo perjudicial o vergonzoso que es lo que está costando llegar
a acuerdos. Hablamos de un pacto de gobierno. Debe ser un acuerdo serio y
comprometido y eso cuesta. Eso se trabaja. Y debe motivarnos que a los partidos
les cueste renunciar a puntos de sus programas para llegar a acuerdos. Si
ocurriera lo contrario, también podrían oírse opiniones críticas por lo fácil
que les resulta renunciar a lo que sea por el hecho de gobernar.
Puede que haya
nuevas elecciones pero tampoco eso hará que caigan pedazos de cielo o estrellas
ardientes se precipiten sobre el país. La ciudadanía volverá a ejercer su
derecho a opinar y, esta vez, sabiendo qué cosas antepone cada uno como prioridad
a la hora de negociar. Seremos un
electorado más informado. Unas
elecciones a cara descubierta. Incluso a los agoreros que vaticinan una victoria
del Partido Popular se les podría plantear que si eso ocurre, con la que está
cayendo, será tristemente porque la ciudadanía
así lo prefiere.
Como resultado más
probable tendremos un escenario también de pactos, pero con la lección
aprendida para los partidos y la ciudadanía. El panorama político español ha
cambiado, el tablero ha evolucionado y todos deberemos acostúmbranos y
asumirlo. No siempre podemos estar de acuerdo, no estarlo no significa la guerra.
No estaremos conformes con algunas de las características de los pactos, pero
es lo que hemos decidido y habrá que buscar más acuerdos y puntos en común que
diferencias y límites.
Las líneas rojas
están bien, las dificultades para alcanzar un pacto también. Deberíamos
interpretarlo como que no se está dispuesto a todo con tal de tocar poder. Sin
embargo, no puede haber más líneas rojas que puertas abiertas. No puede haber
más condiciones que propuestas, más declaraciones en prensa que reuniones.
Los políticos
deberán aprender a no ir a los pactos con dos piedras en la mano, diciendo en
una rueda de prensa que su posible socio es el demonio y a la siguiente
pregunta que hay que pactar. El respeto por las otras formaciones deberá
imponerse. La ciudadanía deberá aprender, acostumbrarse a no demonizar las
opciones que no son de su gusto, a comprender que es imposible que sus opciones
no renuncien a algunos puntos, asumiendo los de sus socios.
Bajar la tensión
debe ser prioritario. Es evidente que la política tampoco puede convertirse en
la utopía de los falsos piropos o la hipocresía, pero el respeto ante otras
opciones debe ser la tónica habitual o nadie entenderá cómo se puede maldecir
al futuro socio durante meses y al día siguiente querer mantener un gobierno
estable.
Durante demasiado
tiempo hemos premiado la risa fácil, el falso consenso, la hipocresía del
acuerdo por el acuerdo, o por el contrario, el sectarismo y la definición por
el enfrentamiento (yo soy solamente lo contrario de mi rival). Ya es hora de
aprender a debatir con respeto, confrontar con firmeza pero con argumentos, y
cuando se pueda llegar a acuerdo,
hacerlo por principios, con el deseo real de hacerlo y no de cara a la galería.
En estos momentos
en los que parece que todo es malo hay que conservar la calma y mirar un poco
el lado bueno de las situaciones. Cualquiera de estos panoramas servirá para
hacer madurar nuestra democracia, hacernos ver que no pasa nada por no estar de
acuerdo, ni pasa nada por llegar a un pacto. Por desgracia, estamos
acostumbrados a convertir la falta de acuerdo en algo personal e irreparable,
lo que provoca que se cierren acuerdos y consensos basados no en un deseo real,
sino en la obligación, o tirarnos el templo encima si llegamos a un acuerdo con
alguien que no es de nuestro gusto.
Sea cual sea la
conclusión de estos días, no hagamos caso a los agoreros, a los que no
entienden la verdadera esencia del debate.
Si hay acuerdo, debe ser honesto o será un parche, eso lo dirá el
tiempo. Si no hay acuerdo habrá que volver a votar. En ambos casos no será el
fin de todo lo conocido, ni la batalla final de los dioses, solamente una
lección más de la responsabilidad de vivir en una democracia que entre todos
debemos siempre mejorar.
VEGUEROS S.M.